Podía haber sido una mañana cualquiera de un día cualquiera, si no llega a ser por que un dragón cruzaba la calle.
Me quedé petrificada, justo en medio de la lengua gris por la que circulan bestias a cuatro ruedas.
El dragón me sonrió y yo le devolví mi mejor sonrisa, esa que muestra lo bien que me sentó el corrector de dientes.
Mientras le mostraba mi dentadura, únicamente pensaba en toda esa gente que desde pequeña me había negado la existencia de los dragones, truncando así mi esperanza de volar con ellos.
Pero ahí estaba él, como siempre, mi madre tenía razón, haberlos hailos, y si que los había, un terror me invadió, quizá fuera el último, o quizá nunca más volvería a verle.
Le pedí permiso para volar con él,
y me marché para siempre.